Llevan un cuarto de siglo anunciándonos la inevitable (supuesta) quiebra de las pensiones. Y ahora nos martillean con el agotamiento del fondo de la Seguridad Social. ¡ El Gobierno tiene que aprobar un préstamo especial para hacer frente a la paga extra de diciembre! Además, vienen los robots y ya no vamos a tener quienes coticen para pagar las pensiones futuras. Parece un panorama desolador que nos aboca inevitablemente a suscribir planes privados o a pasar del actual sistema de reparto a uno futuro de capitalización.
Pero nada de lo anterior es creíble. Es necesario desmontar la sucesión de engaños que pretenden vendernos año tras año. Estas son las principales trampas que hay que sortear:
1. El gasto creciente es progresivamente inasumible:
Eurostat estima un gasto actual en España del 11,8% del PIB; un 15%,
para 2050. ¿Cifras inasumibles? Resulta difícil creerlo cuando tenemos
países con porcentajes actuales de ese nivel como Francia (14,9%),
Italia (15,7%) o Finlandia (14,2%). Las previsiones de la OCDE
recientemente publicadas, basadas en datos ONU, son todavía menos
preocupantes: el porcentaje temido para 2050 (fecha en torno a la cual
se esperan los peores años para nuestro sistema de pensiones) es tan
solo de 12’3% del PIB, cifra que ya hoy superan Austria, Francia,
Grecia, Italia y Portugal. Y que igualarán o superarán nueve países
europeos. Entre otros, muy cercana, la ejemplar Alemania.
2. La relación empleados/pensionistas desciende drásticamente.
En un sistema de reparto en el que los empleados son los que pagan las
pensiones, el hecho de que cada vez menos activos tengan que soportar a
más jubilados, nos dicen, hace prever la quiebra del sistema. En 1975
la proporción era en España de 5 trabajadores por cada mayor de 65 años.
La previsión para 2050 es que la relación descienda a 1’3. La
generalización de los robots, advierten, agravará el problema; hasta el
punto de que hay quien propone que sean estos los que coticen para
salvar el sistema. Todo el razonamiento es una falacia tras otra.
Para empezar, las proyecciones demográficas no han sido especialmente
acertadas hasta el momento. Ya se señala que las previsiones anteriores
no parecen tener en cuenta que es previsible un notable incremento de la población inmigrante en las próximas décadas, que podría llegar a doblar las cifras actuales en los grandes países europeos.
Pero el factor fundamental que debemos considerar no es el número de
trabajadores sino la productividad del sistema. Como hemos visto, la
cifra de gasto en relación con el PIB dista de ser preocupante, hoy y en
el futuro. ¿Importa que sean humanos o robots los que consigan la
producción? Muchas máquinas han ido desplazando a trabajadores a lo
largo de la historia moderna y a nadie se le ha pasado por la cabeza
imponerles un gravamen para financiar los sistemas de seguridad social.
No tiene sentido gravar el progreso ni estaría claro qué es robot y qué
es máquina. En las trampas posteriores volveremos sobre argumentos
adicionales para desmontar aún más esta supuesta amenaza.
3. La quiebra de lo social.
Es curioso que se hable de la quiebra de la seguridad social (o de la
sanidad - dos mercados atractivos para el beneficio privado –) y no se
hable de la quiebra de los Ministerios de Defensa o el de Economía. De
hecho, la importante deuda de las Administraciones Públicas españolas se
debe mucho más a estos ministerios (inversiones en armamento y rescate
bancario) que, a los gastos sociales, donde los recortes han sido
significativos. Hablar de la quiebra de los gastos sociales tiene un claro sesgo ideológico e intereses evidentes detrás.
Todos los gastos públicos se financian de una bolsa común y, o quiebra el Estado, o hablar de quiebra de una de sus partes es una falacia sin sentido.
Es la ciudadanía la que debe decidir (fundamentalmente, aunque no sólo,
eligiendo los gobernantes adecuados) a qué se dedican los recursos
tributarios.
4. La trampa de las cotizaciones.
El concepto de quiebra y de falta de recursos va ligado a la mayor
trampa del sistema: las pensiones se financian a través de las
cotizaciones y sólo a través de ellas. Ese axioma es el que está detrás
de las falacias anteriores. Si desmontamos esta trampa, las anteriores
caen como un castillo de naipes. Ningún principio exige esa limitación.
De hecho, en muchos países el peso de las cotizaciones es mucho menor y se acude a otras fuentes de financiación. Lo cual es claramente más sensato desde muchos puntos de vista.
En primer lugar, porque las cotizaciones son un tributo que penaliza el
empleo. Entre dos opciones de producción semejantes, una más intensiva
en capital y la otra en trabajo, la primera resulta más barata al no
tener que soportar un importante sobrecoste como las cotizaciones.
En segundo lugar, porque supone un castigo a la producción nacional en
competencia con la de otros muchos países. La imposición indirecta (tipo
IVA) se compensa en frontera, no así las cotizaciones. Lo cual
significa que los productos nacionales compiten con una tributación
mayor, en relación con los de todos esos países que las soportan con
menor peso.
En tercer lugar, porque la supuesta
insostenibilidad de la seguridad social no se vería afectada por
decisiones gubernamentales como conceder beneficios al empleo a través
de reducciones en las cotizaciones, favorecer empleos precarios o
mantener dentro del sistema prestaciones no contributivas.
5. La mayor parte de las cotizaciones la soporta el empresario.
Formal y aparentemente, solo una parte menor de las cotizaciones recae
sobre el trabajador, y es mayor la parte empresarial. Por ello, la
deseable reducción del peso de las cotizaciones choca habitualmente con
la oposición sindical, que considera que, amén de poner en peligro las
pensiones, son los empresarios los que soportan esa financiación y que
la medida sería regresiva y conservadora. Lo del peligro, ya se ha
dicho, no tiene razón de ser si utilizamos el sistema tributario general
para financiar lo que se necesite.
Es un error considerar que es el empresario quien soporta el peso de esas cotizaciones.
Una parte recae sobre los trabajadores: parcialmente por el efecto
menor empleo que hemos visto antes; también porque el cálculo
empresarial se refiere al coste de cada trabajador tomando en
consideración salario y cotización: dado un coste deseable, mayor
cotización implica menor salario. No es fácil que una menor cotización
implique automáticamente un aumento salarial, pero es probable que la
traslación sí ocurra a la inversa.
En cualquier caso, quien soporta la carga mayoritariamente es el consumidor.
La cotización se incorpora al precio como cualquiera de los restantes
costes. Con un probable efecto piramidación, es decir, que va creciendo a
lo largo del proceso productivo-distributivo, por los márgenes que van
aplicando los empresarios sobre los costes de adquisición. El impacto
sobre el precio final puede ser incluso mayor que lo recaudado por el
Estado.
Los razonamientos anteriores no deben hacernos caer en otras trampas en sentido inverso. A saber:
- Hay que suprimir las cotizaciones. Es positivo mantener las cotizaciones como incentivo al empleo declarado, como financiadoras de parte del sistema y como criterio modulador de las pensiones.
- No hay peligro y no hay que hacer nada. Es evidente que el sistema de pensiones en nuestros días no puede ser igual que hace cincuenta años. La esperanza de vida de quien accede a las pensiones se ha duplicado y se ha acortado el periodo de activos cotizando. El incremento del número de pensionistas y la elevación de las cuantías medias ha supuesto, solo en los últimos diez años, un incremento del gasto mensual de la Seguridad Social de más del 55%. En términos actuariales (si el sistema fuera de capitalización y no de reparto), la pensión hoy debería ser del orden de dos o tres veces menor que la que reconoce el sistema. Por otra parte, contra la posible creencia popular, las pensiones son en nuestro país generosas, en términos relativos, respecto a vida activa. Ocupamos el cuarto lugar en ese aspecto entre los países de la OCDE; en buena medida, por la garantía de mínimos. Es significativo que el riesgo de pobreza entre las personas mayores de 65 años sea un tercio respecto al del conjunto de la población española.
Es necesario, pues, un debate a fondo de adaptación de nuestro sistema
de pensiones, dentro del consenso del Pacto de Toledo, ese que el
Gobierno de Rajoy se saltó en su última reforma.
El
futuro pasa probablemente por un esquema en tres tramos, en línea con
las propuestas de organizaciones internacionales. Las pensiones futuras
pasarían a fijarse de la siguiente manera:
1. Un mínimo igual garantizado para toda la población mayor
de la que se fije como edad de jubilación (inevitablemente más elevada
que la actual, dado el notorio incremento de la longevidad). Esa parte
se financiaría con los impuestos y permitiría absorber todas las
prestaciones asistenciales, complementos a mínimos y similares. Es
decir, el coste global sería bajo en términos agregados. De alguna
forma, estaríamos iniciando la experiencia de la renta básica de
ciudadanía con las personas mayores. Paralelamente podrían reducirse
parcialmente las cotizaciones actuales
2. Un segundo tramo variable según lo cotizado.
Seguiríamos en un sistema de reparto, pero el cálculo de esta parte se
realizaría a través de cuentas nocionales que tomen en consideración la
vida completa de cada trabajador y la esperanza media de vida en el
momento de la jubilación. Respecto a lo primero, la hipótesis de que tomar en cuenta los últimos años favorece al trabajador ha dejado de ser cierta,
puesto que ya es frecuente el desempleo o el deterioro de las
condiciones salariales en los últimos años de vida activa. Además de que
el sistema vigente provoca inequidades relativas y propicia
comportamientos fraudulentos.
La consideración de la
esperanza de vida, unida a una mayor flexibilidad en lo que respecta a
la edad y a la compatibilidad con otros ingresos, estimularía una
adaptación automática según cada situación personal, puesto que el
adelanto de la jubilación sufriría una penalización evidente (tanto por
el descenso del cálculo nocional como por la menor cuantía por la mayor
esperanza de longevidad). Incentivos opuestos en favor de quien retrase
voluntariamente su edad de jubilación.
La suma global de estos dos tramos debería ser similar a la que supone el actual sistema.
3. Se mantendría el tercer tramo optativo. Los trabajadores pueden completar su pensión a través de una dotación,
según decida año a año, a su fondo personal. Este sí, de
capitalización. En mi opinión, debería ofertarse la opción de que la
aportación voluntaria pudiera hacerse directamente con el Estado. Éste
obtendría depósitos a largo plazo garantizando una rentabilidad
razonable, inferior al coste de la Deuda financiada en el sistema
convencional. Para el pensionista, el rendimiento sería más seguro que
el de fondos privados, especialmente en el caso español en el que los
resultados netos se sitúan marcadamente a la cola de los países
europeos.
En suma, que las pensiones no corren
peligro como quieren hacernos creer, especialmente si superamos las
trampas que nos tienden y somos capaces de diseñar un sistema sostenible
y equitativo para el siglo XXI. El importante peso electoral de los
mayores es una garantía adicional de que las pensiones están aseguradas,
hoy y en el futuro.